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31/03/06

De la Epistemología I - Los Cimientos

En el principio estaban los mitos, y cada cultura sustentaba su orden en tradiciones imaginarias que partían de la intuición de sus ancestros. Con ellas explicaban el origen y el fin del mundo, y las fuerzas que obraban sobre él para regir y dar coherencia a la Creación.
Con el crecimiento de las ciudades y el desarrollo de los medios de subsistencia, hubo quien se dedicó a observar su entorno y tratar de obtener explicaciones de lo que sucedía estableciendo órdenes según aquello que habían observado, y se empezaron a desentrañar los secretos mecanismos con que los dioses gobernaban el mundo.
Por aquel entonces, cada cual que conocía los secretos y técnicas de su particular oficio, creía, en tanto que era tan eficiente para sus trabajos, que podía razonar y conocer también con gran eficiencia sobre muchos otros asuntos y discernir las cosas importantes en la vida así como la naturaleza de tales cosas.
Así llegó, cinco siglos antes del inicio de nuestro calendario, un hombre que quería conocer también en verdad la naturaleza de las cosas y los propósitos de los dioses y con este fin observaba y razonaba lo que sucedía a su alrededor, y sobre esto reflexionaba larga y serenamente, ambicionando ante todo el conocimiento verdadero y no la admiración de sus semejantes ni tomar ventaja ante ellos. Conversaba después con otras personas sobre aquellas cosas acerca de las cuales había meditado, tratando de encontrar en su diálogo los defectos de sus razonamientos o bien, por el contrario, encontrar los de su interlocutor, haciéndoselos saber a fin de que ambos estuvieran en condiciones de aprender el uno sobre el otro.
Tal fue el éxito en estas ambiciones, que terminó por ser en efecto admirado y reconocido en su tiempo por su gran sabiduría, y su fama trascendió los límites de su ciudad, Atenas, así como también los de su época pues se guardó por escrito mucho de lo que pensó y dijo, y nos llegan hasta hoy sus palabras.
Y estas son algunas de ellas, recogidas por un discípulo suyo llamado Platón, bajo el título Apología de Sócrates, pues Sócrates era su nombre:
“Hablando con él [un político considerado muy sabio], me pareció que alardeaba de sabio ante la mayoría y, en especial, ante sí mismo, pero que no lo era. Me esforcé entonces en demostrarle tal error, y por esta causa, me gané su odio y el de otros muchos de los presentes. Al salir de me decía a mí mismo: “yo soy más sabio que él. En efecto, cada uno de nosotros cae en el peligro de no distinguir lo bello y lo bueno, pero mientras él cree saberlo, yo sé que no lo sé, ni creo poder lograr saberlo. Por este motivo me parece que soy, en algo, más sabio que él.”
”Desde allí me dirigí a casa de otro que parecía aún más sabio, y me sucedió lo mismo: me sentí odiado por él y por los demás.”
“Y lo que ocurre, atenienses, es que únicamente el dios es sabio, y con sus palabras ha querido señalar la sabiduría humana, en cuanto a su corta limitación (...:) “Entre vosotros, oh varones, es el más sabio, quien, como Sócrates, sabe que no es digno de ser tenido en cuenta por su sabiduría.””
Estas palabras eran pronunciadas ante el tribunal que lo condenaría a muerte. Y dijo también, al respecto de las acusaciones que sobre él vertieron, y la sentencia que finalmente fue tomada:
“…lo difícil, atenienses, no es rehuir la muerte, si no evitar la maldad, porque es más rápida que ella. Y ahora cuando, ya vencido y anciano, he sido capturado por la muerte lenta, mis acusadores lo han sido por la rápida malevolencia”

Y pasaron más de dos mil años, y mucho se dijo y pensó, tratando de averiguar respuestas a los grandes enigmas de la humanidad. Pero ninguna de las respuestas podía ser certera, y en esto que Sócrates continuaba siendo el más sabio de quienes pretendían resolver tales cuestiones, pues, en efecto, tal y como dijo: “¿Y no se cae en la mayor ignorancia, cuando se piensa saber lo que no se sabe?”

Así fue como, en el decimoséptimo siglo de nuestro calendario, un hombre llamado René Descartes, dedicó también largas horas a reflexionar e investigar también acerca del conocimiento verdadero. Y, del mismo modo que Sócrates, terminaba siempre por concluir que ninguno de los conocimientos que los humanos daban por válidos, en su afán de poseer la Verdad o de imponerse a otros hombres por medio de imponer sus opiniones y razonamientos:
“…puesto que hay hombres que se equivocan al razonar, incluso acerca de las más simples razones de la geometría, y cometen en ellas paralogismos, pensé que yo estaba tan expuesto a equivocarme como cualquier otro, y rechacé como falsas todas las razones que había tenido antes por demostrativas; y, en fin, considerando que todos los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos pueden venirnos también cuando dormimos, sin que haya entonces en ellos nada verdadero, resolví fingir que todas las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero inmediatamente advertí que, mientras quería pensar así que todo era falso, era preciso, necesariamente, que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa, y, observando que esta verdad, “yo pienso, luego yo existo” era tan firme y segura que las suposiciones más extravagantes de los escépticos no eran capaces de hacerla tambalearse, pensé que podía admitirla sin escrúpulo como el principio de la filosofías que buscaba.
”Después examiné atentamente lo que yo era , y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo alguno, y que no había ningún mundo ni lugar en el que yo me encontrase, pero que no por eso podía fingir que yo no fuese, sino que, al contrario, del hecho mismo de que yo pensaba dudar de la verdad de las mismas cosas, se seguía de una manera muy cierta y evidente que yo era; mientras que si hubiese dejado de pensar, aunque todo el resto de lo que habría imaginado hubiese sido verdad, no tendría razón alguna para creer que yo fuese…” (extraído del Discurso del Método)

Desde entonces, ninguna razón ha podido permanecer intacta e irrefutable y, toda posibilidad de conocimiento por medio de la inteligencia se ha limitado a reconocer estas verdades: que no es posible afirmar nada sólido al ser humano salvo su propia existencia, y que todo intento de definir la realidad, más allá de estos argumentos, resulta tan sólo es: un intento, del que nadie puede saber con certeza si es más o menos cercano a la Verdad.

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