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26/03/06

Una extraña disuasión

Última modificación: 8 de Diciembre de 2.004. El origen es al menos cuatro o cinco años anterior

Todos los esfuerzos habían resultado infructuosos hasta el momento. El hombre que había sentado en la cornisa no daba la más mínima señal de querer moverse de allí desde hacía casi media hora, ni siquiera para tirarse al vacío, lo cual todavía era un consuelo para las fuerzas de seguridad que habían acudido a la señal de alarma dada por los transeúntes que habían advertido la presencia de alguien en el último piso del edifico con alguna intención que no era precisamente la de sacar brillo al vidrio de las ventanas.
Un empleado de las oficinas del edificio consiguió hacerse hueco entre los mirones y los agentes que habían fracasado en sus intentos de disuadir al inminente suicida. Tampoco lograron (o bien no quisieron) detener a aquel trabajador que ahora se asomaba por el borde del edificio para tratar de entablar una conversación con el hombre
–Buenas tardes... –saludó el empleado. Si quería empezar bien el diálogo, lo mejor sería ser educado y amable.
–Buenas tardes –el suicida respondió como si no sucediera nada de extraordinario.
–Me han avisado que había alguien aquí sentado... bueno... ¿De verdad piensa usted tirarse? –preguntó, señalando a la lejana actividad que llenaba la calle de vida, ahí abajo. El hombre sentado en la cornisa lo miró con un ligero brillo de curiosidad– Verá... no me parece muy agradable aparecer allí en medio aplastado contra la acera después de un incómodo vuelo... En mi opinión, un golpe tan espantosamente doloroso no debe ser una forma voluntaria de morir demasiado acertada... ¿no cree?
El suicida echó un vistazo a la calle y observó a continuación al oficinista, tratando de averiguar dónde quería llegar aquel extraño personaje. Éste permanecía callado esperando una respuesta.
–Supongo que tiene usted razón –se decidió a decir al fin el hombre sentado en la cornisa.
Probablemente, lo siguiente que debería haber preguntado el empleado debió ser "en tal caso... ¿qué hace usted aquí?" Pero en lugar de eso, se limitó a observar un momento a su interlocutor antes de preguntar:
–¿Qué es lo que le ha arrastrado a querer perder su vida?
–La verdad es que hay ningún motivo en concreto –el hombre miró de nuevo a la calle, como avergonzado, antes de proseguir–. No sé –se encogió de hombros–. Supongo que tampoco tenía motivos para seguir. Si quisiera arrojarme ahora a la calle, mañana nadie notaría que ya no estoy.
–No, no, no... Se equivoca... Mire esa gente que está esperando allí –dijo, señalando la cola de un restaurante–. ¿Qué cree usted que pasaría si esas personas se hubieran suicidado ayer? Tal vez el hombre que viene detrás podría acabar antes de comer, regresaría a su casa antes de lo previsto por su esposa y la sorprendería en la cama con su amante, arruinando de esta forma su matrimonio. Pero eso no pasará, porque esa gente que hay allí no se han rendido. Y míralos ahí, estoicamente, encajando las vicisitudes de la existencia, aguardando su turno paciente y diligentemente para conseguir su plato de comida caliente que les permita seguir vivos.
El hombre sentado en la cornisa volvió la vista unos momentos a la cola del restaurante, ensimismado y con la mirada perdida. Luego volvió a observar, extrañado, al oficinista, sin conseguir adivinar la intención que llevaban sus palabras.
–Remontémonos –prosiguió el empleado– a la Grecia clásica. Imagínese ahora que el padre de Aristóteles de suicidó cuando pasaba un mal momento en su vida, antes de que naciera su hijo. ¿Se imagina las consecuencias que habría tenido eso? Su hijo jamás habría formulado todas aquellas teorías que tanto influirían en el pensamiento posterior...
“Alejandro Magno habría tenido otro preceptor, lo cual lo habría convertido en un militar mucho menos sabio...
"Pero vamos a hacerlo todavía mejor... Piense en un hombre que vivió en un lugar todavía más alejado como, por ejemplo, una isla de la Polinesia. Imagínese que ese hombre en un momento determinado hizo una cosa y no otra que más tarde afectaría a otra persona y retrasaría una hora lo que debía hacer, lo cual más tarde afectaría a otra que resultaría ser un colono europeo, y que este colono extendería las consecuencias de este acto afectando a toda su familia, ésta a toda la vecindad... De este modo en pocos años aquella insignificante decisión impregnaría la existencia de todos y cada uno de los moradores del planeta –añadió a esto un orgulloso levantamiento de cejas, tratando de mostrar lo convencido que estaba de la sorpresa que sus postulados habían causado en su interlocutor. Éste estaba dominado por una curiosidad creciente sobre el hombre que le estaba hablando.
–¿Pretende usted advertirme de la importancia del acto que tengo intención de llevar a cabo?
–Ah, amigo –dijo, orgulloso por poder enseñar un matiz más acerca de su teoría al pobre hombre sentado en la cornisa–. Si tan importante es aquello que usted hace, imagine cuanto más aquello que deja de hacer... Es decir, todo lo que dejará de hacer en el tiempo que debió pasar aquí mientras sus huesos se descomponen en el interior de un ataúd.
–Pero nadie se va a dar cuenta. Por muy importante que sea, nadie se acordará de mí. Mi nombre no estará impreso en esos actos... –concluyó, regresando a su actitud remilgada y su aire de fracasado, como si se sintiera culpable por haber estropeado la teoría de aquel oficinista y haber tirado por suelos también cualquier inyección de moral que le pudiera ser administrada. No obstante, el empleado no parecía sentirse derrotado.
–Amigo... –dijo, con aquella sonrisa de seguridad del maestro que enseña una obviedad a su discípulo– ¿Acaso cree usted que mis actos serán mucho más recordados que los suyos? –negó con la cabeza– En esta vida, lo importante es participar.
Su sonrisa denotaba en esta ocasión una cierta complicidad con el pobre frustrado, pues había un cierto tono irónico en sus últimas palabras. El hombre sentado en la cornisa le devolvió la sonrisa.
–Es usted realmente enigmático.
El oficinista extendió repentinamente una sonrisa de satisfacción.
–¿No podríamos seguir con esta conversación en ese restaurante? –preguntó.
–¿El del esposo engañado?
–Sí –sonrió–. Ese mismo. Es que tengo vértigo, ¿sabe usted?.
–Bueno –dijo el hombre que había estado sentado en la cornisa, levantándose.
–Cuidado... –adivirtió el empleado–. No vaya a caerse...
Tendió la mano al hombre que había querido suicidarse para ayudarle a subir a la azotea. Mientras avanzaban, el enigmático personaje que le había hecho salir de allí continuó hablando.
–¿De verdad vino con intención de tirarse?
–Sólo pensé realmente en tirarme cuando vino toda esta gente a tratar de rescatarme...
Pasaron entre los atónitos guardias de seguridad, algunos de los cuales reían con una incomprensible sensación de triunfo. Otros simplemente hacían comentarios acerca de lo ocurrido. Los dejaron atrás.

00:22 Anotado en Cajón desastre | Permalink | Comentarios (0)