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26/03/06

Con esto pretendía introducir un relato...

El Masnou, 3 de Septiembre de 2.001 (esta fecha corresponde a la última modificación; me da la sensación de que la feha real de composición es considerablemente anterior)

Era un día nublado, de aquellos en los que lloviznea a ratos. De aquellos en los que uno ve las cosas y las analiza de manera extraña y profunda, y que luego al ser recordadas parecen completamente disparatadas, o quedean enterradas en el subconsciente. Yo estaba solo en un banco de la estación de tren, callado, observando.
Por la estación pasaban dos vías; una para cada dirección, y había gente de todo tipo por allí, esperando el tren, sentada o de pie, a lado y lado de las vías. Entonces llegaron, por uno y otro lado, dos trenes. Reducen la velocidad mientras la gente se levanta para entrar cuanto antes y coger un buen sitio. Los trenes se paran y se abren las puertas. Los que esperan para subir tienen que dejar paso a los que bajan, que se dispersan rápidamente por las distintas salidas. Entonces suben al tren los pacientes viajeros, se cierran las puertas y los trenes prosiguen con su camino.
La estación quedó vacía, salvo por mí y un hombre más, al otro lado de las vías. El silencio era perturbado tan sólo por el ruido de los trenes que se alejaban de allí. Un chico joven, con aire ensimismado, llega por las escaleras, se acerca a la ventanilla y pide un tiquet. Paga, dirige un tímido "gracias" al taquillero, pica su tiquet con toda celeridad y se sienta en un banco, pensativo. Poco después llega un hombre mayor, delgado y con la piel curtida como un pedazo de cuero viejo. Va directamente a sentarse a un banco, justo al lado del muchacho de antes. Éste empieza a cambiar continuamente de posición, incómodo.
Poco a poco, la estación se va llenando de gente de todo tipo. Un joven matrimonio con dos revoltosos niños, una joven poco agraciada –que, no obstante, se peina, se maquilla y se viste para resultar atractiva– acompañada de su madre, una señora orgullosa y que trata de parecer adinerada. Una chica más joven y guapa que la anterior se acerca al primer muchacho que había llegado, que trata de disimular su inquietud. La chica se inclina para hablarle y le pide fuego. Él asiente, se levanta ligeramente del banco y se retira un poco la camiseta de la cintura para introducir su mano en el bolsillo. Saca el preciado artilugio que une a ambos en ese instante y alza ligeramente el brazo, dudoso. ¿Querrá que le preste el mechero o que le encienda el cigarrillo? Ella trata de disimular una sonrisa y se pone el cigarro entre los labios. Entonces él enciende el mechero, decidido, y lo acerca al cigarro, que prende en un instante. La chica le da las gracias y, antes de guardarse de nuevo el paquete, le ofrece un pititllo al muchacho, que lo rechaza mientras vuelve a levantarse un poco del asiento para guardarse el mechero. Ella vuelve a erguirse y le da una calada al cigarro. El humo va a la cara del chico, que no puede evitar poner cara de desagrado. “De hecho, no fuma”, pensé.
Entonces se oye llegar el tren. Un hombre bien vestido llega corriendo a toda velocidad mientras el tren empieza a frenar. Saca un bono de tren y lo pica, nervioso. Las prisas le impiden acertar en el agujero. El tren se para y se abren las puertas, que liberan a la manada de gente que corre para salir de aquel lugar cuando el tiquet entra al fin en la máquina. El hombre retira rápidamente el bono y corre antes de que se cierren las puertas. Justo a tiempo.
Poco después de salir el tren llega otro, que recoge al resto de pasajeros.
La estación ha vuelto a quedar vacía, salvo por alguien que hay al otro lado. Me pareció que era el mismo que también se había quedado antes. Nos miramos sin decir nada un momento, y después apartamos la vista casi sincronizadamente.
El silencio quedaba perturbado tan sólo por el ruido de los trenes que se alejan de allí. Un chico joven, con aire ensimismado, llega por las escaleras, se acerca a la ventanilla y pide un tiquet. Paga, dirige un tímido "gracias" al taquillero, pica si tiquet con toda celeridad y se sienta en un banco, pensativo. Poco después llega un hombre mayor, delgado y con la piel curtida como cuero. Va directamente a sentarse a un banco, justo al lado del muchacho de antes. Éste empieza a cambiar continuamente de posición, incómodo.
Poco a poco, la estación se va llenando de gente de todo tipo. Un joven matrimonio con dos revoltosos niños, una joven poco agraciada –que, no obstante, se peina, se maquilla y se viste para resultar atractiva– acompañada de su madre, una señora orgullosa y que trata de parecer adinerada. Una chica más joven y guapa que la anterior se acerca al primer muchacho que había llegado, que trata de disimular su inquietud. La chica se inclina para hablarle y le pide fuego. Él asiente, se levanta ligeramente del banco y se retira un poco la camiseta de la cintura para introducir su mano en el bolsillo. Saca el preciado artilugio que une a ambos en ese instante y alza ligeramente el brazo, dudoso. ¿Querrá que le preste el mechero o que le encieanda el cigarrillo? Ella trata de disimular una sonrisa y se pone el cigarro entre los labios. Entonces él enciende el mechero, decidido, y lo acerca al cigarro, que prende en un instante. La chica le da las gracias y, antes de guardarse de nuevo el paquete, le ofrece un pititllo al muchacho, que lo rechaza mientras vuelve a levantarse un poco del asiento para guardarse el mechero. Ella vuelve a erguirse y le da una calada al cigarro. El humo va a la cara del chico, que no puede evitar poner cara de desagrado. “De hecho, no fuma” pensé.
Entonces se oye llegar el tren. Un hombre bien vestido llega corriendo a toda velocidad mientras el tren empieza a frenar. Saca un bono de tren y lo pica, nervioso. Las prisas le impiden acertar en el agujero. El tren se para y se abren las puertas, que liberan a la manada de gente que corre para salir de aquel lugar cuendo el tiquet entra al fin en la máquina. El hombre retira rápidamente el bono y corre antes de que se cierren las puertas. Justo a tiempo.
Poco después de salir el tren llega otro, que recoge al resto de pasajeros.
En estos momentos no recuerdo si fue exactamente así, pero me quedé pensativo. Me cuesta creer que lo que pasó entre la llegada de los primeros dos trenes y los siguientes dos fuera exacamente lo mismo en el siguienet intervalo entre trenes. Supongo que, entre unas cosas y otras, me pareció verlo así. Pero, de todas formas, lo que pasó fue sin duda bastante similar en ambos intervalos.
Al otro lado de las vías había un hombre que parecía pensativo, y que llevaba allí desde hacía un rato. Alzó la vista, como si acabara de llegar a una conclusión. Nos miramos, y esta vez no apartamos la vista. Nos sonreimos un instante debido a la complicidad que se respiraba en el significado de nuestras miradas.
Curiosamente, el hombre que había tras la ventanilla no se había dado ni cuenta de nada de lo que pasaba. Estaba allí, día tras día, viendo pasar a trenes y pasajeros, sin darse cuenta de que estaba presenciando un bucle interminable, que se repetía curiosamente casi al detalle. Y yo –y, probablemente, aquel hombre que había al otro lado– me había dado cuenta casi al instante.
Mientras tanto iba llegando gente. Gente muy parecida a la anterior. Quizá en diferente orden y por diferentes motivos, pero la historia volvía a repetirse. Había algo de extraño en ello, porque la gente que subía y bajaba del tren pensaba que su tren era el único, que su viaje era el único y que la gente que había esperado junto a ellos y los hechos sucedidos durante la espera eran también los únicos. Pero no, formaban parte de un ciclo que se repetía. Y se seguiría repitiendo día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año. Aún cuando ya no hubiera trenes.

00:19 Anotado en Cajón desastre | Permalink | Comentarios (0)