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09/02/05

Culpables

Parece ser costumbre entre los ciudadanos de este estado descargar la crispación y el desasosiego generados por las contrarierades de nuestra vida cotidiana deshaciéndonos en acusadores improperios dirigidos a las instanacias superiores que ostentan alguna clase de poder social. Cuando la calderilla es tan exigua que no nos llega para el diario y un paquete de chicles, la culpa es del gobierno. Si tropezamos con el bordillo de la acera, del ayuntamiento. El alumno jamás suspende sus exámenes por falta de interés o de estudio; le suspende el profesor por falta de capacidad empática con sus pupilos y ganas de joder al personal. Por amor al arte, vamos. Cualquiera de nosotros podría convertir a la selección española, con cinco minutos que nos dejaran salir al banquillo en cada partido a hacer los ajustes tácticos necesarios, en campeona del mundo de fútbol o, como mínimo, de Europa. Sin necesidad de grandes conocimientos de teoría económica o social la mayoría de personas pueden poner derecho el país entre café y café con un par de arreglos aquí y allá. Pero no lo hacemos: cómo íbamos a someter a semejante vejación moral nuestra noble y sacrificada alma, inmiscuyéndonos en el sofística hipocresía de la casta política. Nada de eso; los que mandan son los enchufaos y los corruptos de turno y, total, con un par de insultos que les dediquemos la cosa ya tampoco es para tanto.
Una de las manifestaciones de esta maravillosa habilidad espontánea de delegar culpabilidades y sentirnos competentes aun siendo víctimas de los más absurdos contratiempos, parece consistir en haber dado forma a un sólido estrato social abstracto al cual basta la tercera persona del plural para ser evocado: “ahora han hecho de pago este párquing”, “ahora nos quieren hacer comprar estas porquerías inútiles”, o “nos quieren vender un modelo de mujer concreto para que consumamos productos light, nos quememos en los gimnasios, nos compremos ropa de moda y arriesguemos nuestra salud en cirugía plástica”. Esta facción social imaginaria engloba a los causantes de todos los males de nuestro tiempo: la televisión y la publicidad, el cine de Hollywood y el pueblo americano en general, la manipulación informativa de los grandes imperios mediáticos, el corrupto Estado, la explotación de los países subdesarrollados y demás satánicos avatares que siembran de amargura nuestra existencia a costa de jugar con nuestras emociones, poner la zancadilla a sus adversarios y machacar sin compasión a los más débiles. Todas estas mosntruosidades parecen tener un objetivo común, respaldado por una suerte de misteriosa mafia sectaria que se encarga de que dicho objetivo se cumpla; lucrándose insaciablemente, alimentando su infinita ambición y su vanidad. Y nosotros no somos idiotas; no, no estamos ciegos, no nos engañan con su máscara: en el centro de todo esto está Mr. Dollar, o, lo que es lo mismo, el agresivo capitalismo imperante y sus sumisos y ciegos seguidores.
Debo reconocer que yo mismo he incurrido –e incurro- a menudo en personificar el capitalismo en la forma de ciertos caballeros X, sean quienes sean, que se enriquecen vilmente repasando cuentas tras sus lujosos escritorios. Sería magnífico, ¿se imaginan? Un orondo señor repantigado en el sillón de su despacho, fumándose un grueso puro envuelto en el símbolo del dólar, regodeándose en su melindrosa crapulancia y rebosando repungnancia por la plebe y, en definitiva, por todo lo que no sea Él. Este tipejo se reuniría en junta con sus colegas Montgomery Burns, el viejecito del Monopoly y el magnate de turno, hoy Bill Gates, otrora Rockefeller. Allí, en una suntuosa sala de reuniones, escenificaría con ayuda de presentaciones Power Point sus planes para dirigir nuestras vidas con anuncios y películas y de esta manera empujarnos a comprar compulsivamente sus nuevos detergentes en practidosis, sus panes blancofibras y otras estupifarsas por el estilo; para pactar con George Bush o para desviar nuestra atención hacia tres o cuatro asesinatos y un par de trascendentes discusiones políticas que nos mantengan preocupados y nos hagan sentir partícipes con nuestras opiniones mientras ellos siguen embolsándose oro mediante la usura, el mover acciones de un lado a otro como quien cambia los muebles de sitio y el petróleo iraquí. Eso sí, nos hemos percatado de los sospechosos intereses económicos que se esconden tras la polémica guerra, gracias a nuestra detectivesca perspicacia, pese a lo que estos señores se esforzaron en ocultárnoslo por todos los medios habidos y por haber.
Nada más cómodo ni deseable, que esto fuera cierto. Bastaría una minuciosa estrategia; cuestión de minutos considerando nuestra inconmensurable audacia en comparación a la de los políticos o los entrenadores de fútbol. Nos infiltraríamos en la sede de Dollar Corp. y asesinaríamos a los miembros de la junta, asegurándonos bien de extorsionar a sus secuaces para que no vuelva a erguirse el poder en dicha corporación. Yo mismo me ofrecería para esta misión; sería altamente gratificante y el juez acabaría por sentenciar: “venga va, por esta vez lo dejaremos pasar, que yo también les tenía ganas a esa panda de infames cretinos”. A no ser, claro, que fuera uno de los suyos. Pero a esos los podríamos perseguir a punta de cañón; una vez muertos sus gurús, se les distinguiría a la legua, andarían por ahí, foragitados, presa de los nervios, desvaneciéndose entre aspavientos desesperados. Todos los males solucionados. Todas nuestras angustias exterminadas. Se acabarían las hamburguesas de plástico; comeríamos sanas y sabrosas raciones cárnicas criadas en granjas naturales. Ninguno de nosotros se tendría que preocupar ya por su aspecto físico, ni por si los zapatos se llevan hoy día acabados en punta o romos, con tacones altos o bajos. Tendríamos libertad para razonar nuestras opciones democráticas sin tener que escoger forzosamente entre un sandwich de mierda o una ducha gigante como estandarte de nuestra identidad nacional porque no hay más diversidad ideológica de peso. Disfrutaríamos de información veraz e imparcial, con ánimo de transmitir la verdad del modo más transparente posible priorizando de buena fe lo que es realmente importante para el día a día en esta sociedad y el mundo en general. Se acabaría el vivir a remolque de las ambiciones de cuatro crápulas fetichistas.
A todas estas reflexiones sigue por supuesto rodar de la cama, caer y despertar en el suelo con alguna que otra magulladura. Evidentemente, existen indeseables desalmados que no tienen reparos en enriquecerse a costa de la debilidad ajena, sin la menor muestra de solidaridad o condescendencia hacia el resto de sus congéneres, así como mentes que se glorian envilecidamente en propagar la competitividad, la superficialidad, la banalidad y la vanidad gratuita. Pero aunque fueran tan sólo cuatro personas, o cuatrocientas, y todos ellos murieran al mismo tiempo, o simplemente terminaran sus carreras profesionales; aunque nos encargáramos de amordazar a los trepas que llevan años deseando asumir estos puestos, todo seguiría igual. Sí, claro, tal vez mejoraría algo, pero no habría ningún cambio significativo. Ellos no son los centinelas de este orden capitalista.
Mr. Dollar se nutre de nosotros mismos. No sólo de nuestros dólares, o cuanto menos, no directamente de ellos. Se nutre del conformismo. Se nutre de la apatía social de las mentes independientes. Del activismo proselitista, tan egoísta y soberbio como el mejor de los discípulos de Mr. Dollar. Cada vez que nos reímos de la ropa hortera de nuestro compañero, de su corte de pelo desastrado o del anacrónico timbre de su teléfono móvil; cada vez que felicitamos a nuestro hermano por ese puesto de publicista que ha conseguido, a pesar de que tendrá que hacer alguna que otra estupidez absurda para ganarse el pan; cada vez que elogiamos esa película que tanto nos ha hecho reír, a pesar del abismo ideológico del que procede; cada vez que un periodista redacta una noticia notablemente sensacionalista dejando de lado un rato la ética que pueda tener, porque de algo hay que vivir; cada vez que un banquero rellena mecánicamente los informes de su empresa porque con algo hay que pagar las facturas, y qué le vamos a hacer si les da por ingeniarse sucias maniobras de usura para sacar millones a partir de los céntimos de sus apreciados clientes. Cada vez que cruzamos los brazos ante estas situaciones, o que nos dejamos llevar un poco, un poco sólo, por la sordidez del esquema capitalista para agenciarnos un puñado de euros, Mr. Dollar sonríe y crece, a expensas de la cristalina integridad personal que nos permite juzgar a nuestros semejantes a diestro y siniestro; a expensas del propio Bill Gates o George Bush, a quienes el destino puede mañana mismo machacar impunemente sin menoscabo de la férrea salud del capitalismo agresivo. ¿De verdad es necesario ejercer trabajos moralmente comprometidos, intensamente capitalistas, para comer caliente por las noches? ¿O hay algo más que empuja a las personas a aceptar un puesto que obligue a dejar de lado las preocupaciones éticas y desterrar la conciencia de que el océano del capitalismo se compone de esa misma actitud, gota a gota?
Pero basta ya de agobiar con esta murga. Debe haber sido un duro día de trabajo, o tal vez ese día está a punto de comenzar. Uno de esos días que, cuando acaban, sólo apetece ir al cine a ver alguna película entretenida con palomitas y Coca-Cola, o sencillamente tumbarse a ver la tele, o hablar con el cónyugue de la galopante halitosis del vecino del tercero. Uno de esos días que, cuando el coche pincha una rueda por el mal estado de la carretera, uno se acuerda de todos los ministros de fomento de nuestra historia y sus respectivos árboles genealógicos y no vuelve a pensar en ello cuando llega a su casa si no es para despejar algún que otro vituperio que había quedado encallado y dedicarsélo a los parientes de los ministros cuyo descanso eterno aún quedaba por perturbar. Con lo fácil que es hacer una buena carretera. Con lo imprescindible que es, para nuestra felicidad.
Yo, personalmente, no he tenido uno de esos días. Pero también he pasado momentos de tensión, no crean, así que me dedico a escribir sobre estas cosas. Para que quede claro que la culpa no es mía. Porque yo soy el bueno de la película.

00:30 Anotado en Actualidad - opinión - "política" | Permalink | Comentarios (0)