Ok

By continuing your visit to this site, you accept the use of cookies. These ensure the smooth running of our services. Learn more.

« Cuestionario Proust | Página de inicio | Ojo al link reloaded »

02/11/06

Nada por evitarlo, o el Canto de las Sirenas Revisited Reloaded Evolution Vs. Conciencia Poscatártica

[Finalmente me he animado a pulir un poco el texto y añadirle lo poco que valía la pena de Conciencia Poscatártica. Lo hice la noche antes de que cerrara el plazo del certamen de la unviersdidad, que es lo que me ha motivado a hacerlo y estaré eternamente insatisfecho de este texto, porque me he visto incapaz de retocar lo que ya cristalizó de la primera versión, y si bien he segado algunas malas hierbas, algunos añadidos me parecen un poco tontos pero bueno, creo que el resultado ha mejorado un poquito en global y tal vez todavía retoque un poco más el texto pase lo que pase en el concruso. Crucemos los dedos...]

Ella se fue, y yo no pude hacer nada por evitarlo. No entiendo cómo puede haber gente que se empeñe en decir que somos libres. No lo somos. Si yo fuera libre, ella no se habría ido nunca; la habría parado allí mismo con sus maletas y su equipaje y le habría hecho entender que no me detendría hasta hacerle saber que no deseaba a ninguna otra chica como la deseaba a ella, que me arrastraría hasta el confín del mundo con tal de seguir aspirando a obtener su perdón y la comprensión de que yo estaba empezando a sentir algo verdadero por ella, que lo nuestro era algo más que un fugaz pasatiempo y que lo último que hubiera deseado era hacerle el daño que le hice. Pero las cosas no suceden siempre como queremos que sucedan, ni podemos actuar siempre como nos gustaría porque estamos atados a tantas cosas que ya no sabemos lo que está bien ni lo que está mal, ni si el mal que hacemos por faltar a una expectativa se compensa con el bien que hacemos satisfaciendo nuestro propio deseo, que al fin y al cabo es el que siempre resta, y permanece cuando nuestros favores se han diluido en la marea de los tiempos y poco importa ya si obramos bien u obramos mal en su momento para determinadas personas, porque lo que nos sigue importando es que obramos mal para nosotros mismos.
Sí, claro, a ratos podemos ser libres, y tomamos nuestras decisiones; sí, en última instancia somos siempre nosotros mismos los que podemos escoger entre seguir adelante con nuestros absurdos quehaceres cotidianos o mandarlo todo al carajo de una vez por todas y huir; huir a quién sabe dónde, a ninguna parte, donde no tengamos que preocuparnos más que de satisfacer nuestros pequeños impulsos momentáneos, sin tener que complacer a nadie porque sí, y vivir a nuestro aire como a menudo soñamos que tal vez podremos hacer algún día si las cosas salen como esperamos que salgan. Pero no; nos condenamos obstinadamente a seguir asfixiándonos por sacar adelante nuestras ilusiones y esperanzas y expectativas ajenas en un mundo corrupto. Pero y qué, ¿qué nos impide zafarnos con un aspaviento de las inquietudes que nos atenazan los nervios, escapando de todo este descalabro emocional y virar nuestro rumbo radicalmente, esmerándonos, esta vez, en disfrutar tranquilamente de la vida y ser felices con las cuatro cosas que necesitamos? ¿Es la abulia crónica? ¿Es por cobardía? ¿Debilidad? ¿Qué..?

Ya ni me acordaba, como si no hubiera pasado nunca. Pero estaba ahí, en el poso de mis recuerdos. Y ahora me ha tenido que traer toda esa historia a la mente. No sé qué le ha dado ahora a Marta por comprarse un sombrerito de felpa. El de Marta es lila pero el aspecto del gorro es idéntico al que llevaba ella. Aunque ella lo llevaba rojo, rojo intenso; granate, más bien. A ella le sentaba estupendo. Desde que la conocí ya se lo ponía de vez en cuando. Era como una parte de su personalidad, de su carácter. Todavía recuerdo cuando iba sentada en mi coche, la primera vez que la llevaba. Acabábamos de conocernos, y habíamos pasado toda la tarde haciendo un trabajo en casa de no sé quién; tanto da. Siempre había pensado que la música de The Corrs era una cursilería insulsa, pero en aquel momento me hacía poner la carne de gallina. Ella estaba tiesa, apretada contra el respaldo, con las manos depositadas sobre el regazo y la mirada al frente, con aspecto severo, sin inmutarse, esforzándose en sostener un caparazón de seguridad que se habría venido abajo con la más mínima expresividad espontánea. Ni siquiera se había atrevido a quitarse el abrigo, ni el sombrero rojo. Granate. Tan cándidamente tímida, tan modosa. Se debía estar asando, porque tenía la calefacción puesta. La miraba de reojo y podía ver sus grandes y hermosos ojos oscuros clavados en la carretera, brillando sonrientes tras un mechón de pelo rubio que le caía bajo el gorrito, engarzados en aquella pose defensiva, tal vez más asustada de sí misma que de mí. Un tiempo más tarde, acomodada, distendida y confiada en el sofá de mi casa, apoyando la cara sobre su mano y el codo sobre la rodilla, me explicaba cómo su abuela solía decirle que no se fiara nunca de las buenas maneras y las intenciones pretendidamente honestas de los hombres a la primera; que tenía que ser paciente y ponerlos a prueba porque sólo así conseguiría alguno que valiera la pena, como su abuelo, que fuera bueno y honesto y pudiera hacerla feliz el resto de sus días. Y reía un poco, como si estuviera compartiendo conmigo una graciosa anécdota sobre la entrañable mentalidad de su abuela y su generación, y bajaba la mirada, me miraba y volvía a bajar la mirada, pensativa, sonriendo todavía. Y yo me reía también, un poco forzadamente, con ella, y nos quedábamos en silencio, con la mirada perdida. En aquel momento me costaba prestar atención a lo que decía, porque sólo pensaba en besarla; mi felicidad pendía de un hilo, colgada de sus grandes ojos brillantes y su expresión risueña, y la contemplaba ensimismado preguntándome si sería aquél el momento de besar su sonrisa.
Sólo la besé una vez, una tarde nublada, en un parque. Paseábamos, charlando, nos detuvimos un instante y nos quedamos mirando fijamente a los ojos, con nuestros rostros recortados entre el follaje de los árboles, los bancos y la arena del parque, y supe que era entonces. La besé tímidamente… me temblaban las rodillas. Permanecimos así un momento, respirando el uno el aliento del otro. Nos volvimos a besar, sin reservas esta vez, y el mundo desapareció a nuestro alrededor. Pude al fin no pensar en nada. Tan sólo sentir el tacto cálido y tierno de sus labios, de su boca; arrastrados ambos por el arrobamiento de la pasión, súbito y candente... Cuando regresamos al mundo ya era de noche. Un par de días después se enteró de que yo estaba con Marta desde antes de conocerla, que no era sólo una amiga, y en un instante se derrumbó toda la imagen positiva que pudiera haberse creado de mí. Quería haberse ido hacía tiempo pero se había quedado unas semanas por mí, porque le gustaba estar conmigo y estaba pensando en retrasar el viaje. Nunca me había dicho nada, igual que yo nunca antes me atreví a explicarle lo de Marta, hasta que tuvo que enterarse. Sólo pensaba en besarla, en llegar a poseerla algún día. Cómo iba a saber que llevaba meses pensando en irse al extranjero, que podía precipitarse todo de aquella manera. No fui capaz de insistir, no me creí capaz de alterar las circunstancias, traté de restarle importancia a su pérdida.
Importancia. ¿Y qué importancia tienen las cosas? ¿Por qué me importa ella más ahora que cuando pude retenerla y no sentí la necesidad que me diera el valor suficiente? Qué más da; nada importa nada, todo es la misma mierda, la importancia es sólo capricho… o convención. De poco me importan esos árboles demacrados, tras el difuminado reflejo de esa cara de asqueado que tengo, o que ese viejo almacén abandonado esté lleno de pintadas, o esos pisos que están construyendo ahí delante, cuyo aspecto seré incapaz de recordar en cuestión de un minuto. Y cuánto me importarían, tal vez, si en ellos se instalara una chica como aquélla, que me hiciera volar, con la que tuviera que dejar pensar en nada el tiempo que estuviéramos juntos, que me redimiera y me ayudara a convencer a Marta, de una maldita vez, de que no necesito sus besos por las mañanas…
Otra vez esa espantosa melodía. A ver cuándo me acuerdo de cambiarla. Pere, ostia…
–¡Ei! ¡Pere! ¿Qué tal?
–Hola Jaime… Oye, tengo un poco de prisa, pero me gustaría hablar contigo. Es sobre Lluís…
Me lo figuraba, menudo marrón.
–Bueno, esta tarde estoy libre, no tengo nada que hacer, así que podemos quedar entonces si te va bien.
–Sí, perfecto, tío… ¿Todo bien?
–Sí, vamos haciendo.
Qué risa más falsa tengo. Tengo una mañana de mierda, qué te piensas.
–Bueno, entonces te llamo cuando salga del curro, ¿vale? Y charlamos un rato.
–De acuerdo, tío. ¡Hasta luego!
–Venga.
Pobre Pere... Apenas lo conozco; en realidad para mí siempre ha sido el primo de Lluís, pero se le ve muy buena gente. Nos han unido bastante últimamente todos los problemas que ha tenido su primo. Qué espanto, todo lo que ha pasado… Y mira que se veía venir; es evidente, tenía qué suceder tarde o temprano. Qué bajón. Pero mejor no pensar en ello porque, ya ves, de qué sirve pensar. Te paras a meditar un momento y ¡zas!, ya te la has pegado contra un muro que habías pasado por alto. Pensar no nos lleva a ninguna parte, a no ser que tengamos ganas de estrellarnos contra el muro, porque realmente no estamos en lo que hay que estar, en lo que tenemos delante. Y por eso mismo, tampoco se puede decir que estemos realmente reflexionando; más bien es como si anduviéramos encantados, presa de un embrujo perverso, y nos creemos que estamos usando la razón y que nuestras divagaciones tienen algún sentido y aplicación práctica. Y en los momentos de verdadera lucidez, cuando conseguimos analizar las cosas de verdad, de frente y sin tapujos, nuestras elucubraciones sólo reportan sufrimiento y la conciencia de su propia inutilidad empírica. ¡Acción, acción! Lo que hay que hacer es actuar, marchar con determinación, adelante con uno mismo y lo que uno piensa, armarse de cinismo, sin preocuparse por los vicios que se arrastran para ilusionarse por las cosas. Y si faltan fuerzas, que no falte el valor: hacer el equipaje…
Próxima estación… Correspondencia con líneas…
–La libertad no se compra. La libertad es un estado del alma en el cual obrar y sentir forman un todo único e indisoluble. Y esto no se consigue por la educación de los actos, sino, más bien, por la educación de las emociones –¿Quién es ese tarado? ¿Conoce de algo a la chica?– No consiste en hacer lo que quieres: consiste en querer lo que haces.
Hostia, ¿de dónde ha sacado esa sentencia lapidaria? Conozco maneras mejores de ligar.
Querer lo que hago es lo que quiero hacer, así que la libertad sigue viniendo a ser precisamente hacer lo que quiero. Ojalá pudiera. ¿Y si tu libertad presente está condicionada por lo que hiciste… o dejaste de hacer en el pasado? ¿Cómo puedes querer ya lo que haces, entonces, si no puedes volver atrás, si ya no puedes cambiarlo, y eso afecta a lo que te gustaría que fuera tu vida? Menudo charlatán…
Tengo que sacudirme esta morriña como un perro mojado. Ahí sube Marta. ¿A qué viene esa cara de pocos amigos?
–Hola. ¿Qué tal?
No hace falta que me des un beso, no. Tú a la tuya.
–Pues mira, mejor no preguntes. Esto es un atropello, vengo atacada.
La chica se acerca al predicador ése loco con un cigarro en la mano. ¡Le está pidiendo fuego! ¡Hay que joderse…!
–Has visto, te he reservado sitio.
–Ah, y me ha llamado Jorge. No sabía que habías quedado con él esta tarde. Toma, se dejó las gafas de sol en casa el otro día; menos mal que me ha llamado, porque si tengo que esperar a que me lo cuentes tú… Acuérdate de llevárselas
Es verdad, es verdad, Jorge, mierda… Esta mañana tiene un aliento que tira para atrás. Ayuno, café y cigarro. Cocktail explosivo. No se la puede dejar sola.
–¿Esta tarde? Imposible… joder, no me acordaba. Oye, dame las gafas luego, no tengo dónde meterlas.
–Eso me ha dicho. Tú verás, tendrás que llamarlo a la hora de comer si quieres darle plantón, ya sabes que apaga el móvil en el trabajo… ¿Y qué haces esta tarde que es tan importante, si puede saberse?
–He quedado con Pere.
–Ah… –siempre le cayó mal. Le caía mal Lluís, claro, amigo de soltería, y ahora le cae mal su primo por extensión–. ¿Desde cuando has quedado con él?
–Me ha llamado hace un momento.
–No sé dónde tienes la cabeza… Así te va, que luego no quedas bien con nadie.
–Contigo sí, ¿no?
–Anda, no me hagas hablar… –¡Pero si no haces otra cosa!– ¿Qué tal?
No, por favor, no te pongas ese gorro…
–No te queda mal.
¿Y ahora sonríes?

00:32 Anotado en Cajón desastre | Permalink | Comentarios (0)