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26/03/06

Conciencia postcatártica

Lo más reciente que escrito "convincentemente". Tal vez me anime a enviarlo a algún certamen. El Masnou, finales de julio de 2.005

Me hallaba en el aislamiento de mis ensoñaciones, ensimismado, ante la imagen de mi propio rostro, holograma translúcido tras un carrusel misterioso apenas iluminado por pasajeras lumbres anaranjadas, cuando penetró de reojo una recurrente figura rematada por unas cuidadas botas blancas, lustrosas, taconadas y acabadas en punta, acompañada de una oleada de aromas artificiales.
Más allá de mi ilusorio desdoblamiento inscrito en el vidrio se instalaron una negra melena y una mirada volátil e inquieta.

Había tenido una extraña semana. Pero no, ya no, ya no atormentaría mi espíritu recuperando mentalmente las incomprensibles y, en un principio, impiadosas fatalidades que me habían arrastrado a creer que el infortunio había querido cebarse en mí acumulando, una tras otra, casualidades que más que desafiar las leyes de la probabilidad y la estadística parecían querer desplegar poderosa e implacablemente el poder que el azar posee sobre sí mismo.
La mirada de la chica revoloteaba como mosca perdida, ora para posarse sobre mi reflejo, ora para tentar la mía propia directamente cual pescador que agita su anzuelo en el mar. Entonces me di cuenta: era la chica que, antes, sólo unos minutos antes, cerca de culminar mi catarsis interior, jugueteaba con la correa del bolso, modosa pero seria, rígida, sobre las rodillas de un joven con aspecto de triunfador y expresión que negaba cualquier posibilidad de retener, ni siquiera por intuición, el concepto de triunfo.
Los dioses quieren castigarme, pensaba los últimos días.
Pero no era aquella su voluntad. Sus golpes no venían a machacar mi alma. Ni siquiera, en última instancia, a purificarla a través del dolor. Venían a mostrarme la insensibilidad de mi verdadero ser en los despropósitos que me habían perseguido. En realidad, mis pérdidas económicas no eran una catástrofe. Eran sólo pérdidas económicas. Atormentarme por el dinero sería negarme a mí mismo. Y había necesitado perder grandes cantidades, en proporción a mi economía, para caer en la elemental cuenta del escaso valor de aquellas cantidades.
Prácticamente ni percibía el zumbido entomológico de aquellos ojos pardos.
La consabida grabación magnetofónica recitó el nombre de mi destino. Atrapé la ya casi exangüe mirada de mi vecina y la retuve unos instantes. Petrificada, efímeramente curiosa y expectante, supe que ella no me había reconocido. Tan sólo, probablemente, pretendía examinar el alcance de mi potencial, y, especialmente, a través de éste, el alcance del suyo propio.
Con una serenidad casi divina, concedida por la aprehensión de la escurridiza conciencia trascendental –y qué importa cuánto podría durar ésta–, la miré fijamente, más si cabe, y despegué los labios. Ella, al ver que me disponía a tratarla, contuvo en un discreto estremecimiento la conmoción y el extrañamiento, por un lado larga y secretamente ansiados; por otro, en absoluto bienvenidos.
–La libertad no se compra –empecé a salmodiar, con mis ojos clavados en los suyos, ajeno al pudoroso estupor del resto del pasaje–. La libertad es un estado del alma en el cual obrar y sentir forman un todo único e indisoluble. Y esto no se consigue por la educación de los actos, sino, más bien, por la educación de las emociones, y el reencuentro con nuestras más elementales y propias manifestaciones individuales.
Acto seguido me levanté, despegando mi mirada de sus ojos indefensos, con la imagen todavía fresca en mis circuitos neuronales de aquel rostro a medio camino entre el desconcierto, el esfuerzo intelectual debatiéndose en la sorpresa, y la pugna entre el repudio y el aprecio por lo insólito en sus más hondos valores.
Me dirigí a la puerta y me apeé del vagón.

Me apeé; como pude, porque en tanto que habían bajado los primeros pasajeros, los ansiosos viajeros del andén empezaban ya a codearse por entrar en el metro sin preocuparse de que los que aún estábamos en él hubiéramos bajado o no.
Caminaba apaciblemente, sin prisa pero sin pausa, sin dejar de ver cuanto me rodeaba pero sin detenerme en ello; tan poco me aportaba en aquellas circunstancias.
En efecto, la libertad no es una cuestión de amplitud en el abanico de posibilidades. En tal caso la libertad pura y abstracta sería una completa y absurda utopía y una paradoja cósmica. No. Lo forma significaría, ya de entrada, una prisión en sí misma. No podemos acaso plantearnos poseer extremidades de tres metros de largo, ni cuatro patas como tienen los cerdos, los asnos, los perros y los caballos. Pero la gente no acostumbra a sentir su libertad mermada por este hecho. La conciencia de su imposibilidad desacredita el deseo. Y, sí, amigos budistas; el deseo es la causa de la aflicción y la sensación de esclavitud. Y obviamente la esclavitud no está en las limitaciones. Ni siquiera en el deseo de lo que está más allá de ellas. Está en la atención a tal deseo.
Muchas personas sí sienten su libertad mermada por no poder, por ejemplo, costearse un viaje a la luna, ni un jacuzzi, ni deportivos rojos descapotables de dos plazas. Claro, porque eso, creen, es humanamente posible. Humanamente tal vez. Pero no individualmente. Quien no posee un alma vil o cínica, o la potencia de enmudecer sus deseos inmediatos y sentarse horas y horas a estudiar una tras otra todas las asignaturas de derecho o administración de empresas y sus posteriores oposiciones en pos de un futuro acomodado, no ha de estar en la opción de poseer tales bienes. Cada persona tienes unos límites precisos. ¿Y qué habría de tener de negativo? No se nos educa para rechazar lo que otros pueden tener, ni para ceder paso, como acabo de ver hace un momento, sino para empujar, y aplastar, y acumular Dios sabe qué. Había sitio de sobra en el metro. ¿Por qué se atropellaban por subir? Había tiempo de sobra para bajar y subir ordenadamente. ¿Por qué?
La libertad no consiste en tener varias opciones para escoger de modo que podamos optar a la que más nos interesa. Porque si existe la que más nos interesa, si damos cobijo a anhelos preconcebidos y soñamos opciones prefabricadas por nuestros deseos, entonces no somos libres: ésa se convierte en la única opción. Y es una opción que jamás encajará empíricamente con la totalidad de la idea.
Sólo somos libres cuando todas las posibilidades de que disponemos, incluidas las de equivocarnos, concilian con nuestro bienestar. Cuando todo lo que necesitamos para ser felices está en nosotros mismos. El bienestar… Tan simple, y complejo en su simpleza…
–Perdona –dijo una voz femenina, acompañada de un aroma exquisitamente familiar– ¿Tienes fuego?
Ante mí, físicamente parada pero anímicamente pletórica, la chica que había escuchado mis primeras y más fulminantes reflexiones sobre la libertad con su serrana mirada, se me antojaba rival incontestable para Venus.
Me volteé ligeramente y la miré, entre divertido y curioso. Rebusqué en mi bolsillo.
Así que, definitivamente, tal vez el valor, o la social apariencia de poder de una mente ordenada –cuanto menos filosóficamente–, habían hecho mella en su feminidad. ¿Y ahora qué? ¿Esperas que te pida el número de teléfono tras un tan habilidoso que inesperado despliegue de cortejos dignos de Sir Lancelot?
Encendí el mechero y la joven aproximó el cigarro a la llama. Exhaló la primeras bocanadas de humo, mirándome con una indolencia lasciva y orgullosa.
–¿Sabes que no se puede fumar en el metro? –espeté, travieso.
–¿Y qué? –dijo, con una ligera mueca de indiferencia.
–¿Acostumbras a saltarte las normas? –pregunté. La cosa se estaba poniendo interesante.
Me miró con cierto desinterés.
–Claro. Yo hago lo que me apetece.
Sonreí.
–Ah, muy bien, eso está muy bien. Las normas sólo están para jodernos. Para ponernos a prueba, a ver si somos mansos y sumisos como perros.
”Hay cantidad de normas inútiles. Como, por ejemplo, que el hombre de el primer paso, y que invite a la chica, y que los dos sigan un determinado ritual de acercamiento para formar una pareja.
Su expresión se revistió de orgullo; se acomodó el bolso al hombro. Se plantó de lado a mí, mirándome con prepotencia.
–Eso no son normas inútiles. Funciona así. ¿Qué esperas, si no?
Claro que sí, rebelde sin causa. Qué lástima. Qué atroz es, el manso consentimiento; la cobardía de conocimiento es un cáncer terrible, especialmente para los de tu colectivo. Y peor todavía con esa pose de pavo hinchando pecho.
Una súbita ventolera, como la onda expansiva de una explosión atómica, asoló los andenes. La cabellera negra de la chica surcó majestuosamente la corriente, extendiendo sus tentáculos. Su arrolladora mirada, engastada en el maquillaje negro, se volvió solemne, como si fuera a aparecer en el primer plano de una superproducción hollywoodiense.
–Si tú lo dices.
Sonaron los avisos de cierre de puertas, y empecé a caminar hacia las escaleras, desvaneciéndose en mi mente el interés por la joven tan pronto como su figura desaparecía de mi campo de visión.

Sobre los indiferentes ventanales enmarcados en blanco, la efigie intermitente de la muchacha fumaba, nerviosa, mirándose el cigarro un instante, como si pudiera leer en él las claves de su futuro, para inmediatamente después desviar su atención hacia mí.
Ademán de acercarse más rápidamente. Parón. Nervio y decepción por la falta de decisión; mirada gacha. Recompostura y calada fugaz. Mirada hirviente y gesto flotante.
El metro se internó por el estómago de gusano de los subterráneos de la urbe.

“Adiós, pequeña, adiós.
Disuélvete, grano a grano, en el infierno del conformismo y el autodesconocimiento. No hay salvación para ti. No para tu juventud, que ya reposa en la base del reloj, reclamando el incesante chorro de arena en que te desintegras, voluptuosa y dócil. Ninguna mano humana lo volteó, de no ser la tuya. El autoengaño, tan burdo, necesita de carácter para ser sanado. Carácter de verdad. Y valor. O de otras cosas de las que tienes mayor carencia. La redención es imposible para los esclavos cuando se creen señores.
Pues claro. Qué sencillo. La libertad es un estado del alma.
No consiste en hacer lo que quieres. Consiste en querer lo que haces.”

00:41 Anotado en Cajón desastre | Permalink | Comentarios (0)